Más allá del paradigma tecnológico al que se culpa de la crisis de la escritura manual, el crecimiento exponencial de los casos de disgrafía motiva investigaciones y reflexiones de sociólogos, psicólogos, médicos, pedagogos, terapistas ocupacionales y grafólogos preocupados por esta herramienta que resiste -como puede- simplemente porque todavía nada logra reemplazarla.
La disgrafía es un déficit de la escritura que se describe como la adquisición y ejecución de habilidades motoras coordinadas muy por debajo para la edad cronológica y la oportunidad de aprendizaje. Es decir: se puede diagnosticar cuando el niño ha pasado o pasa por la enseñanza.
Lo paradójico reside en que el sistema educativo, principal denunciante de la problemática, fue dejando el espacio vacante y poco a poco libró al niño a su propia suerte en esa materia. De hecho, la mayoría de las currículas solo contemplan a la escritura en tanto gramática, semántica, sintaxis…
Generaciones anteriores pasaron por una educación en la cual la práctica escritural tenía un espacio muy importante y un nivel de exigencia acorde.
La sociedad reclamaba el respeto de las normas en todas las áreas de la vida… y las reglas de la escritura no eran ajenas. La organización del espacio, la dirección de las líneas, la proporción de las letras, su ejecución puntillosa y la velocidad de producción proyectaban exactamente el rigor que el medio ambiente pedía.
En esas lejanas épocas, los niños tenían un cuaderno “borrador” que normalmente se usaba para hacer la tarea con atención a los contenidos: permitía escribir al ritmo de un pensamiento lento y dubitativo, borrar para retroceder y avanzar luego aceleradamente para no perder el hilo del pensamiento, aunque las letras se deformaran… lo importante era plasmar todas las ideas que conducían a la respuesta buscada para cumplir con la tarea escolar. La forma no era lo importante allí.
Pero esa “desprolijidad” no era digna de ser presentada al docente. Para que esa producción intelectual llegara a su mejor expresión posible, el “cuaderno de clase” cumplía su función “reparadora”: había que copiar en él toda la tarea resuelta buscando legibilidad y guardando las formas (si eran caligráficas, mejor). Y sin borrar: había que poner extrema atención para que ningún trazo se escapara del ductus que la maestra (la gran mayoría eran mujeres) había enseñado hasta con mano guiada, pupitre por pupitre, para que no quedaran dudas…
Cual pequeños monjes copitas, los alumnitos cumplían con el ritual de los dos cuadernos… Primero, máxima atención a los contenidos. Después, máxima atención a las formas. Y nadie hablaba de disgrafía.
A la luz de mecanismos luego revelados, hoy podemos pensar que, más allá de los objetivos autoritarios de aquellos requisitos formales para impedir la desobediencia caligráfica, esta división de tareas en las primeras etapas del aprendizaje de la escritura, cumplían una función tan interesante que, quizá, valdría la pena reponer en práctica.
En efecto, el cuaderno borrador permitía liberar energía cognitiva para enfocarla completamente en el contenido de la escritura.
Por su lado, la copia en el cuaderno de clase cubría la necesidad de práctica, que se considera un componente clave del aprendizaje motor porque fija la adquisición, transferencia y retención de las habilidades requeridas para la escritura manual (1). Particularmente “los niños con dificultades de escritura requieren práctica constante y bloqueada (2) para dominar la formación de letras sin la presión de preocuparse por el contenido y la gramática”, dice Susan M. Cahill, profesora asistente clínica de terapia ocupacional en la Universidad de Illinois en Chicago.
La práctica bloqueada brinda la oportunidad de repetir con plena atención en las formas y secuencias, que se vuelven predecibles y alcanzan así la automatización y las habilidades de ella emergentes: el aumento de la velocidad y la redirección de la energía hacia el contenido.
Llegado ese momento, el niño ya no divide la carga atencional entre el contenido intelectual del texto (cuaderno borrador) y la ejecución formal de las letras (cuaderno de clase). Las virtudes formales alcanzadas en el cuaderno de clase se irán transfiriendo naturalmente al cuaderno borrador. Y allí se unirán las funciones practicadas por separado hasta el momento. El cuaderno de clase (una suerte de cuadernillo de caligrafía disfrazado) habrá dejado de cumplir su función cuando el niño logra la automatización completa y trasfiere sus beneficios emergentes a toda su producción. El esfuerzo que insumía la ejecución adecuada de las letras ahora se dirige completamente al contenido intelectual de la composición. Y eso redunda en ventaja académica…
(1) Asher A. V. (2006). Handwriting instruction in elementary schools. The American journal of occupational therapy : official publication of the American Occupational Therapy Association, 60(4), 461–471. https://doi.org/10.5014/ajot.60.4.461
(2) Práctica sin atención a los contenidos
Carlos Alberto Fila dice
Adriana, que importantes sus conocimientos, y por supuesto su página, he cumplido 75 años y he sido educado bajo esos «lejanos» requisitos formales.
Ahora, mi problema es la «artrosis» no obstante mis ideas o pensamientos los acopio en forma manuscrita primero y recien luego los resumo en un archivo de texto.
Atentamente
Contador Publico
Licenciado en Administración de Empresas
Experto en Finanzas
Ex profesor Universitario (1978-2013)
Adriana Ziliotto dice
Hola Carlos, gracias por tu comentario. No todo tiempo pasado fue mejor. Pero en materia de escritura, algunas prácticas ya lejanas, deban buenos resultados aunque los docentes no conocieran los mecanismos que activaban para que así fuera. Estaban ocultas tras un manto de pura formalidad y, quizá por eso, se las rechazó con el paso del tiempo. El problema radica en que tanto en la vieja época como en la actual, los docentes no saben cómo ni por qué enseñar a escribir…